V
Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el
viaje. Esto venía suavemente al azar de las reflexiones. De esta manera tuve
conocimiento al tercer día, del drama de los baobabs.
Fue también gracias al cordero y como preocupado por una profunda duda,
cuando el principito me preguntó:
—¿Es verdad que los corderos se comen los arbustos?
—Sí, es cierto.
—¡Ah, qué contesto estoy!
No comprendí por qué era tan importante para él que los corderos se comieran
los arbustos. Pero el principito añadió:
—Entonces se comen también los Baobabs.
Le hice comprender al principito que los baobabs no son arbustos, sino árboles
tan grandes como iglesias y que incluso si llevase consigo todo un rebaño de elefantes,
el rebaño no lograría acabar con un solo baobab.
Esta idea del rebaño de elefantes hizo reír al principito.
—Habría que poner los elefantes unos sobre otros…
Y luego añadió juiciosamente:
—Los baobabs, antes de crecer, son muy pequeñitos.
—Es cierto. Pero ¿por qué quieres que tus corderos coman los baobabs?
Me contestó: "¡Bueno! ¡Vamos!" como si hablara de una evidencia. Me fue
necesario un gran esfuerzo de inteligencia para comprender por mí mismo este
problema.
En efecto, en el planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas
buenas y hierbas malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y
de las semillas malas, hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en el
secreto de la tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía de despertarse.
Entonces se alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente, una encantadora
ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosal, se la puede dejar que
crezca como quiera. Pero si se trata de una mala hierba, es preciso arrancarla
inmediatamente en cuanto uno ha sabido reconocerla. En el planeta del principito había
semillas terribles… como las semillas del baobab. El suelo del planeta está infestado de
ellas. Si un baobab no se arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse de él
más tarde; cubre todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es
demasiado pequeño y los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.
"Es una cuestión de disciplina, me decía más tarde el principito. Cuando por la
mañana uno termina de arreglarse, hay que hacer cuidadosamente la limpieza del
planeta. Hay que dedicarse regularmente a arrancar los baobabs, cuando se les
distingue de los rosales, a los cuales se parecen mucho cuando son pequeñitos. Es un
trabajo muy fastidioso pero muy fácil".
Y un día me aconsejó que me dedicara a realizar un hermoso dibujo, que hiciera
comprender a los niños de la tierra estas ideas. "Si alguna vez viajan, me decía, esto
podrá servirles mucho. A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo
que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una catástrofe.
Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó tres arbustos…"
Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me
gusta el papel de moralista, el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros
que puede correr quien llegue a perderse en un asteroide son tan grandes, que no
vacilo en hacer una excepción y exclamar: "¡Niños, atención a los baobabs!" Y sólo con
el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen desde hace ya
tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La
lección que con él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien me pregunte por
qué no hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La
respuesta es muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé
los baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia.