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Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Para
ocuparse en algo e instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos.
El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño,
estaba sentado sobre un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso.
El Principito A. de Saint - Exupéry
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—¡Ah, —exclamó el rey al divisar al principito—, aquí tenemos un súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha visto?"
Ignoraba que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los hombres
son súbditos.
—Aproxímate para que te vea mejor —le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser
por fin el rey de alguien. El principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba
ocupado totalmente por el magnífico manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero
como estaba cansado, bostezó.
—La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey —le dijo el monarca—. Te
lo prohibo.
—No he podido evitarlo —respondió el principito muy confuso—, he hecho un
viaje muy largo y apenas he dormido...
—Entonces —le dijo el rey— te ordeno que bosteces. Hace años que no veo
bostezar a nadie. Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te
lo ordeno!
—Me da vergüenza... ya no tengo ganas... —dijo el principito enrojeciendo.
—¡Hum, hum! —respondió el rey—. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que bosteces
y que no bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a
que su autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno,
daba siempre órdenes razonables.
Si yo ordenara —decía frecuentemente—, si yo ordenara a un general que se
transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del
general, sino mía".
—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el principito.
—Te ordeno sentarte —le respondió el rey—, recogiendo majestuosamente un
faldón de su manto de armiño.
El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se
explicaba sobre quién podría reinar aquel rey.
—Señor —le dijo—, perdóneme si le pregunto...
—Te ordeno que me preguntes —se apresuró a decir el rey.
—Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder?
—Sobre todo —contestó el rey con gran ingenuidad.
—¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas.
—¿Sobre todo eso? —volvió a preguntar el principito.
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—Sobre todo eso. . . —respondió el rey.
No era sólo un monarca absoluto, era, además, un monarca universal.
—¿Y las estrellas le obedecen?
—¡Naturalmente! —le dijo el rey—. Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la
indisciplina.
Un poder semejante dejó maravillado al principito. Si él disfrutara de un poder de
tal naturaleza, hubiese podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a
setenta y dos, a cien, o incluso a doscientas puestas de sol, sin tener necesidad de
arrastrar su silla. Y como se sentía un poco triste al recordar su pequeño planeta
abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al rey:
—Me gustaría ver una puesta de sol... Deme ese gusto... Ordénele al sol que se
ponga...
—Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una mariposa,
o de escribir una tragedia, o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase
la orden recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de él?
—La culpa sería de usted —le dijo el principito con firmeza.
—Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar —
continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu
pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución. Yo tengo derecho a exigir
obediencia, porque mis órdenes son razonables.
—¿Entonces mi puesta de sol? —recordó el principito, que jamás olvidaba su
pregunta una vez que la había formulado.
—Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia
gobernante, esperaré que las condiciones sean favorables.
—¿Y cuándo será eso?
—¡Ejem, ejem! —le respondió el rey, consultando previamente un enorme
calendario—, ¡ejem, ejem! será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás
cómo se me obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol frustrada y además se estaba
aburriendo ya un poco.
—Ya no tengo nada que hacer aquí —le dijo al rey—. Me voy.
—No partas —le respondió el rey que se sentía muy orgulloso de tener un
súbdito—, no te vayas y te hago ministro.
—¿Ministro de qué?
—¡De... de justicia!
—¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar!
—Eso no se sabe —le dijo el rey—. Nunca he recorrido todo mi reino. Estoy muy
viejo y el caminar me cansa. Y como no hay sitio para una carroza...
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—¡Oh! Pero yo ya he visto. . . —dijo el principito que se inclinó para echar una
ojeada al otro lado del planeta—. Allá abajo no hay nadie tampoco. .
—Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es lo más difícil. Es mucho más
difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si consigues juzgarte rectamente es
que eres un verdadero sabio.
—Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte y no tengo necesidad de
vivir aquí.
—¡Ejem, ejem! Creo —dijo el rey— que en alguna parte del planeta vive una rata
vieja; yo la oigo por la noche. Tu podrás juzgar a esta rata vieja. La condenarás a
muerte de vez en cuando. Su vida dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio
para conservarla, ya que no hay más que una.
—A mí no me gusta condenar a muerte a nadie —dijo el principito—. Creo que
me voy a marchar.
—No —dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo terminado ya sus preparativos no quiso disgustar
al viejo monarca, dijo:
—Si Vuestra Majestad desea